Siento en mi interior que estas palabras no las leerá nadie, aunque pongo en ellas todas mis esperanzas de supervivencia. Probablemente sea lo mejor que pueda pasarme, pues terrible sería que fueran leídas por aquellos que desean mi eliminación física.
Todo empezó hace muchos años, según me contaban mis antepasados. Ahora ya en nada me pueden instruir porque el último de ellos -Antia, la más joven de las hermanas de mi abuela- fue "paseada" -de ello se cumple hoy cinco años- una madrugada de invierno por una caterva de enloquecidos. Tras mucho huir, fuimos cercados en la Cueva del Desdichado. De noche, cuando las nubes se abrieron después de la nevada, dejando al descubierto una luna rojiza -presagio de sangre o de mucho calor para nuestros ancestros- tomaron la entrada y deslizándose sigilosamente al interior buscaron por los rincones y pliegues de las rocas. Un resbalón inesperado; unas piedras que se escurren; y el sonido de todo ello amplificado por la gruta, rasga el silencio de la cueva. Aquellos ruidos nos sobresaltaron y nos pusieron en alerta. Echamos a correr, pero estaban demasiado cerca, y el ruido que nosotros al movernos produjimos, fue lo que a nuestros perseguidores, permitió localizarnos. Después todo ocurrió muy deprisa. Gritos, piedras rodando, disparos cuyos fogonazos iluminaban la cueva como relámpagos, los chillidos de unos pulmones agotados:
- ¡Corre hijo! ... ¡Corre!... ¡Huyeee!...
Después, oí un golpe seco, espantoso, y los chillidos dejaron de oírse. Pensando, entonces, que ella estuviese ya muerta, corrí como un poseso hasta la segunda salida, que taponada por unos zarcillos y plantas de hojas frondosas, escondían su existencia. Posiblemente fuese debido a esta circunstancia lo que impidió su localización y por eso no estaba vigilada. Ya en el exterior, continué corriendo a pesar de que nadie me seguía. Entonces me volví más cauto; corría, pero procuraba hacerlo pisando sobre las piedras que sobresalían de la nieve para no dejar huellas que me delataran.
Hasta el tercer día no volví. Lo hice cuando creí que el peligro había pasado y que cansados me dieran por perdido o muerto, y desgraciadamente para comprobar que ella no había muerto aquella noche por el golpe. La habían arrastrado sobre la nieve -sus pasos marcados en el hielo, confirmaban que todavía estaba con vida cuando la sacaron de la cueva- para poniéndola de hinojos dispararle, a bocajarro, una bala en la nuca.
Prueba de lo que digo, era la nieve teñida de carmesí en la que se alternaban las salpicaduras de sangre que la bala produjo cuando le arrancaban la vida, y los charcos que rodeados de pequeñas escorrentías acumulaban, como pequeños lagos, la sangre que manaba por las heridas abiertas y que la nieve y el hielo cuajaba rápidamente.